Amigos, esta semana salió del taller de impresión la segunda edición del libro Flores para un ocaso. La curaduría editorial y el diseño corrieron bajo el cuidado del sello Piedra de Toque, dirigido por la gestora cultural Diana Carolina Daza Astudillo.
Pronto podremos encontrar este trabajo en algunas librerías de las principales ciudades de Colombia. Mientras eso sucede, les comparto tres textos que igual número de amigos escribieron a propósito de este libro de poemas.
Espero que los disfruten.
Un fraterno saludo para todos.
og
Prólogo
Debajo de la tierra se guardan todas las cosas.
Debajo de la luz duerme todo y todo respira, palpita y con los ojos cerrados estruja el mundo. Así
la tierra, redondeada en pequeños mundos, transita por una nada inmensa bordada
de lucecitas. Lo que llamamos vida ocurre exactamente con la misma monotonía, a
veces como una repentina explosión, otras como un parpadeo constante, la mayor
parte del tiempo como vacío. Rocas nadando hacía una profundidad cada vez más
oscura, por lo mismo más entrañable, siempre girando, mudas alrededor de alguna
luz, con frío.
Estas “Flores para un ocaso” son la memoria del
frío. Sensación, sentimiento y textura que discurre a través de hechos. Cosas
cotidianas como la muerte, los silbidos del plomo, el perturbador crujimiento
de las hojas bajos miles de pies que huyen, el golpe suave de los parpados que
se cierran para siempre, la miseria de los imposibles, el silencio contuso de
todo lo negado y lo que termina olvidado. Quien se ha entrenado, desde pequeño,
en la humilde labor de visitar cementerios comprende lo que significa hablar
con los muertos; pero sólo quien ha nacido en medio de la guerra es capaz de
vivir al lado de los muertos. Todo el horizonte se pixela en un panteón
gigante, detrás de cada silueta hay un alma que te saluda, casi reclamando un
poco de la vida que no fue suya.
Estas “Flores” ejercitan el recuento de los ciclos.
Saben que el color llega mediante el viaje del polen, conocen la rebeldía de
cada uno de sus brotes y se han entrenado con cada año en la tarea de
marchitar. Así como las flores, esta palabra también protesta contra el tiempo
y señala con su marca el suelo. En nuestra diminuta historia la boca nos dio la
posibilidad de nombrar un mundo y comunicarnos con él, aprendimos a escribir
con el único propósito de hacer duraderos los recuerdos. El ejercicio de
nuestras manos convirtiendo trazos en signos es la extensión de nuestra huella.
Cicatriz que habla de cosas buenas y de tragedias, de héroes y monstruos, de
dioses y demonios. El papel es ahora la textura de rocas viejas contando los
hechos o sus mentiras. Sin duda estos versos apuestan por los hechos, en gesto
solidario abrazan pueblos y personas aplastadas por la mentira.
Ahora bien, a lo largo del cuerpo de este
apasionante encadenado poético, en sus episodios se nos pone delante del propio
individuo explicándose a sí mismo en medio del camino. Aparece como un animal
poderoso acurrucado detrás del un cristal. El testigo de sus temblores, el
hambre y los tajos del frío es solamente la noche. Jaime Saenz se refería a
este recinto así: “La noche, es una revelación no revelada. Acaso un muerto
poderoso y tenaz, quizá un cuerpo perdido en la propia noche. En realidad, una
hondura, un espacio inimaginable. Una entidad tenebrosa y sutil, tal vez
parecida al cuerpo que te habita, y que sin duda oculta muchas claves de la noche.”
El poeta de las “Flores para el ocaso” se recuesta exactamente en esa línea del
horizonte donde los astros trasponen su hora.
El epílogo de lugar que nos convoca ahora, nos
agasaja con versos respirados, una forma lírica parecida al palpitar, por eso cada
poema quiere ser definitivo y terminal. En sintonía a su cuerpo los textos
destellan esas extrañas luces que retumban en el vacío. Pequeña crónica de un
momento capturado por una vida que aún tiene la suerte de mirar. Omar Garzón,
es el dueño de esa vida, anfitrión silencioso pero tierno. En el trazo de sus
manos se nos entrega a cada uno este ramo brotado de pétalos atardecidos. Todos
los colores se trasfiguran con las ondas de la luz de una puesta de sol. El
convite está hecho, la mesa está servida. Cuando termines “Encuentra
una salida. Mira hacia otro lado, corre en otra dirección y no cierres las
ventanas.”
Jorge
Carlos Ruiz De la Quintana
Filósofo, teólogo y antropólogo boliviano
Flores
para un ocaso
Omar Iván Garzón Pinto,
autor de este libro de fuego que consume a quien se lanza a la conflagración de sus páginas,
conduce al lector a una poesía urbana escrita en tiempos de guerra. Porque el
autor de este libro no se camufla tras exacerbados lirismos ni sube a su alta
torre de marfil a contemplar su realidad próxima, alejado del dolor que lo
rodea, sino que camina entre las hojas, los ríos, las caracolas, y las olas, y
es anónimo entre los muertos bajo un cielo de sangre.
Es más: Nunca se
autoproclama poeta ni se regodea en sus más elevados egos literarios o
ensimismamientos místicos. Tampoco es un pastor callado que vaga por el campo
custodiando sus palabras para que no caigan al olvido. Al contrario, es un
artesano que trabaja con las manos y el corazón las palabras cotidianas, para
extraer el fuego que calcine al que transita las páginas de Flores para un ocaso, y con ese fuego
entre sus manos, hace del lector silencio de agua, silencio donde zumban las
ramas de la memoria, abismo bajo la luna, bosque de pájaros, desierto habitado
de fantasmas, arado que empuja la lluvia y el llanto en la desolación y la
tragedia de la guerra. El lector de Flores
para un ocaso es un transeúnte hecho polvo bajo la lluvia en la ciudad de
la indiferencia.
El poeta ha robado el
fuego sagrado de los dioses, para entregarlo en Flores para un ocaso, quemándonos las manos. Porque sus manos son
ceniza por el fuego de la guerra. Es que Flores
para un ocaso tiene páginas memorables no por la técnica usada, ni las
metáforas, ni las imágenes bíblicas construidas por un profeta que oye los
silbos de Dios, sino porque hay un Jacob postmoderno que sube y baja la
escalera de la poesía como un bastión de lucha ante el olvido y la
reivindicación de la memoria. Es por eso que Flores para un Ocaso es la voz del
desventurado que acaso es un mendrugo de luz, y ara el aire, y habita el
olvido.
Es urgente la lectura y
relectura de poesía comprometida políticamente con el desterrado, el
desahuciado de la guerra, el desposeído…, y Flores
para un ocaso toma partido por los de abajo, por los sin nombre en las
listas de desaparecidos, por los anónimos que nunca salen en los noticieros ni
son nombrados por el Jet Set de la farándula. Flores para un ocaso no es un manual de poesía ni pretende
exhibirse como un grito de moda, es
un libro de paz para estos tiempos de búsqueda de la paz, y es una propuesta
clara para el desarme de nuestros odios y componendas personales, es un camino
que se propone al lector, no sin espinas.
Alexánder
Buitrago Bolívar
Profesor y poeta colombiano
Uno se encuentra
la muerte en una taza de
café…
Este
segundo libro de Omar Garzón, Flores para
un ocaso, escribe una topografía del desamparo, del silencio, de la
desesperanza, de cierta impotencia, de hombres del campo que trabajan la tierra
pero con zozobra, con la sensación de que algo muy malo va a sucederles. Es un
país donde es triste vivir, pues el miedo habita todos los rincones, donde se
vuelve normal la muerte, morir joven ya no causa impresión es parte de la vida,
llegar a viejo es casi un milagro, “Que venga la
muerte/ y nos rasgue la piel/nos quite los dedos/nos cierre los ojos/nos rompa
lo dientes/ nos bote a la brisa/y nos abandone…” Estos poemas son memoria de diversas regiones del
país; El Salado, Tacueyó, Trujillo, Macayepo, Chengue, Caño Sibao, San José de
Apartadó, La Mejor Esquina; poblaciones abusadas, torturadas, desplazadas,
desaparecidas. Los mapas son
rojos por tanta sangre derramada, los señores de la guerra
han hecho sus caminos sobre cuerpos doblegados, ultrajados.
Los caminos que traza “son caminos de jadeos/, caminos como abismos/, caminos de
incertidumbre/, caminos sin resguardo…”son habitantes de una geografía del
desplazamiento que buscan un lugar donde poder vivir, “caminos soñados con
escaleras a las nubes…” se siente un pueblo con ansias de encontrar un lugar
libre de vacilación de sospecha.
Lo
lamentable de esta memoria es que todos estos hombres que hacen la guerra son
jóvenes, mueren temprano y son capaces de hacer cosas inimaginables con el
cuerpo del otro, se ha perdido los mínimos de humanidad, son “animales” voraces
que van destruyendo todo lo que encuentran. Para estos hombres de la guerra no
han existido limites, “No fue la danza de
la lluvia, tampoco un cortejo de luciérnagas. Sólo recuerdo un corazón entre
unas manos y un gemido como abismo y un ojo en una estaca, o era un niño, aún
no sé. Un grito, un macabro grito dado en vano: ni los pájaros vinieron, y un
cuello en otro cuello, en otro cuello, en otro cuello enclavado en un madero”. Torturas, degollamientos y decapitaciones han sido
parte fundamental de una larga memoria de ensañamiento y crueldad. Crímenes de
lesa humanidad contra la población, este pueblo que ha aguantado todo y
más…Casi todas las regiones de nuestro país están habitadas por miles de
sombras de jóvenes que murieron temprano, “Y
bien, ya estamos aquí
sin decir un solo
nombre,/sin cobrar venganza alguna,/acostando nuestras sombras /al lado de los
nuestros…”
Sin duda estas imágenes nos hablan de lo que es el
horror, de la capacidad de un “ser humano” para saquear, horadar, acabar, y de
la capacidad de aguante de una población que ya no tiene nada que perder, sólo
su vida y está ya ha perdido todo su valor, casi que se vuelve un triunfo la
muerte, “A cada paso de su danza vespertina nos quebraban los brazos, las
piernas, la voz y el cuerpo en la montaña ya no era nuestro”.
Este libro también recuerda la memoria de
escritores asesinados a temprana edad, Julio Daniel Chaparro, poeta y periodista contaba con 29 años de edad, “Yo elegí ser el verso que se pasea con la brisa…” fue acribillado en Segovia, Antioquia, “por
un error” a manos -según dicen- de las FARC, crimen que continua impune.
También evoca a su maestro Darío Betancourt
Echeverry, - a los 47 años, raptado y asesinado-, persona clave en la decisión de Omar Garzón de
dedicarse a la literatura y específicamente adentrarse en el tema recurrente de
la violencia, pues Darío Betancourt fue un investigador e historiador de estos
temas; “tras el más amargo llanto… Sus huellas y la mesa aún siguen
allí, /y los vasos que se llenan con la ausencia del maestro”.
Hace parte de esta geografía poética, Palestina y
su confrontación sin fin con Israel. Sus fronteras, los muros
que se levantan, el odio de dos pueblos, la invasión y el dominio del pueblo de
Israel sobre Palestina, los enfrentamientos, los centenares de víctimas; “quedan los
malditos cercos que nunca serán mayores que estos montes que darán testimonio
de nosotros y los peñascos que gritarán siempre los nombres de los nuestros… Las calles parecen un cementerio de luciérnagas/
Debajo de cada roca se esconde el llanto de algún niño”.
Un
tercer motivo de esta búsqueda de Omar Garzón es la vida cotidiana, la ciudad
cercada, “Uno se encuentra la muerte en una taza de café…” estos poemas
nos dejan la sensación que habitamos un mundo oscuro, donde por mucho tiempo
han pasado cosas muy graves y el mundo sigue mirando para otro lado, donde se
vive una vida llena de mezquindad, y angustia; un telón de fondo donde aparecen
personajes que ocultan su rostro y van decididos a acabar con todo aquel que
resulte incomodo, ante este infortunio,
el autor nos propone el poema como un
medio de salvación, “Escribir poemas que te salven
de la muerte, /que te salven de los ecos del peñasco,/de los dedos afilados de
los hombres,/del invierno que padecen los pulmones,/de la tierra cuando se hace
sangre seca…”
Eugenia
Sánchez Nieto
Filósofa y poeta colombiana
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