Nació
en Bogotá, Colombia, en 1979. Es escritor y viajero.
Su primer libro de poesía, La sal
de la locura, fue distinguido en Argentina por los jurados Javier Adúriz,
María del Carmen Colombo y Jorge Boccanera con el Premio Nacional de Poesía Macedonio Fernández 2010 publicado en
Buenos Aires ese mismo año.
Como investigador literario escribió el estudio Párrafos de aire: Primera antología del poema
en prosa colombiano que publicó la
Editorial de la Universidad de Antioquia (Medellín, 2010).
Ha obtenido además
los siguientes reconocimientos: XII Premio Nacional Universitario de Cuento,
Universidad Externado de Colombia, 2001; Premio Nacional de Cuento Ciudad de
Bogotá, 2003; Premio Nacional Poesía Capital, Casa de Poesía Silva, 2005, y
XXVII Concurso Nacional Metropolitano de Cuento, Universidad Metropolitana de
Barranquilla, 2006.
Es licenciado en Lenguas Modernas de la
Universidad de La Salle y profesional en Estudios Literarios de la Pontificia
Universidad Javeriana. Actualmente adelanta el doctorado en Letras en la
Universidad de Buenos Aires, donde estudia las raíces del poema en prosa
argentino Lugones, Guiraldes, Girondo.
Después de un viaje de seis meses por
Suramérica, se radicó en Buenos Aires, Argentina.
El diario inédito del filósofo
vienés Ludwig Wittgenstein es su segundo libro de poesía publicado, pero
antecede en su génesis a La sal de la
locura.
Tres poemas de La sal de la locura.
¿TE HA PASADO ALGUNA VEZ QUE ESTÁS SOLO en alguna banca del parque y de repente ves sobre la palma de tu mano una hormiga que camina? Deprisa, de un lado para otro, entre las estrías, oculta en el cuenco. La observas como diciéndole: “Por allí no, tonta”. El animal se detiene en la mitad del mapa, mueve sus antenitas y prueba el sabor de la sal de tus dedos. Pero resulta también que de sus diminutas cosquillas sale una música que te taladra por allá adentro el hombre insignificante que eres. Canción de psicosis. Una tecla de máquina larga y monótona, siempre la misma, y de fondo el millar de patas de la hormiga tocando ese nervio como una aguja. “Perdida, estás perdida”, le susurras, y le soplas indicándole el camino. Pero ella insiste en acompañarte, en su grandísima existencia te habla del cascabel de las hojas, de la larga travesía al fruto de un álamo; de aquella vez en la que casi muere ahogada en una gota de agua. Se mueve de un lado a otro en el laberinto de tu mano, sutilmente te enseña los recuerdos que se te han dibujado sobre ella. Entonces le confiesas que esa arruga profunda te la inventó una mujer en la que confiaste, que el millar de avenidas que se cruzan desde tus uñas a las falanges son esta ciudad de cosas invisibles, que aquella cicatriz es el recuerdo de las estaciones. La hormiga traza en su hilo invisible el rostro de alguien conocido, de alguien al que crees recordar pero no recuerdas; tienes su nombre en la punta de la lengua y aún así es difuso. Nunca te enteras de que era tu rostro. Pasa imperceptible todo, sólo queda grabado en el agua clara de tus pensamientos esa mañana fría. Te llevas eso y mucho más a los túneles. Vas por los pasillos. A la hormiga le has dado una segunda oportunidad sobre la corteza de un tronco. En el fondo también deseas una segunda oportunidad.
¿Te ha pasado alguna vez que para enfrentar este vacío comienzas a hablar con una hormiga en la mitad de la nada?
...
FUE EN EL PISO NO. 13 DURANTE UN AMANECER DEL INVIERNO. El sol venía remando por el río con su leche opaca. Fue en un balcón sin flores de la calle Jean Jaurès. Salí desnudo a estrellarme contra las agujas del frío. Salí desnudo de mí mismo y de los otros. Temblando cerré los ojos y extendí los brazos para beberme con el pecho toda la intemperie de esta ciudad. A esa hora en que todos los ruidos que nacen se tornan silencio. A esa hora en que uno es tonto y se dice que extrañará esta ciudad.
La tristeza, mujer, la tristeza, la tristeza… ¡Esa bacteria que cala en el alma! ¡Esas aguas espesas de agosto!
Pero la soledad de las azoteas envió cartas de ánimo a la libélula encerrada del corazón. La extraña música del silencio perforó la carne. Y alguien o algo tocó a esa casa vacía que es el alma.
Observaba la ciudad mientras caían hojitas de mis huesos.
—Ese balcón del piso 13 de la calle Jean Jaurès—.
...
¿QUIÉN ASEGURA QUE LA LOCURA NO ES UN INTENTO MÁS DE SALIR DE LA CASA OSCURA? ¿Algo que está entre el hombre y el ser humano? Una ventana dentro de nuestra ventana. Algo que huye de nuestra costumbre de llamar el fuego, de humillar un árbol, de defecar sobre un ramo de niños.
¿Quién asegura que la locura no es ese deseo de vivir en un campo de girasoles, de abonar las plantas, de sentir correr agua limpia dentro del jarrón del alma? Quién negaría que la locura no es esa catástrofe tectónica del rozarse de dos células como dos rosas a las cuales les lleva tiempo acostumbrarse al olor del otoño, que deben dar el atlántico salto de una millonésima de milímetro más, que tienen en su sangre toda la responsabilidad de salvarnos. Y aún más: que no desean salvarse si no nos salvamos todos.
¿Acaso no se han dado cuenta? Los dioses no existen, ¡pero estamos juntos! Somos dios, la noche, la esperanza.
Recital ofrecido por el poeta colombiano Fredy Yezzed en Argentina.
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