7/03/2013

Felipe Agudelo Hernández


ADIELA GUTIÉRREZ 

1.
La vieja ha conocido sus procesos:
tuvo que recogerlo,
tostarlo,
pasarlo por un filtro
que en mi niñez volvía títere o calcetín,
hasta ahora que solamente
revuelve el agua en un pocillo.
Ella es experta en noches,
por eso trae
una degustación de muerte en una taza:
una amargo, oscuro,
que obliga a arrepentirme de un sueño funeral.
Pero también conoce mi alegría,
la noche que agradece, la amiga de los cuerpos,
la huele como loba, sabe oler mis amantes:
corre su lentitud de años,
y prepara otro tipo de café,
más dulce, luminoso:
en la alacena tiene, como azúcar,
una aglomeración de estrellas.
Su café es la maqueta de la noche,
una noche pequeña, atrapada, compacta,
una ventana al cielo, cielo líquido.


2.
El café ya no humea
y dejó de moverse en el pocillo.
La camisa está tiesa pero fría:
no la planchaste tú
sino la gravedad y el tiempo.
Alucino a las doce
la pitadora,
el ruido de agua hirviendo
y el olor de tus manos a comida:
los cubiertos chirrían contra el plato,
se caen y me burlo con ternura de su torpeza.
En las tardes abrir cada ventana
no hace de tus cortinas
las alas de la casa sino espantos,
así afuera persistan las canciones
del carro de los conos,
las risas, los amantes, los colores.


3.
Después del día busco saber qué es una casa.
Dime, mujer,
construcciones con pisos y paredes,
escampaderos
donde caben los muebles, las camas, las personas,
puntos inmóviles donde pasan los días...

No digas que es la parte de nosotros
que no entiende que el tiempo continúa,
no digas más
alma en lugar de muebles, ni recuerdo,
ni que eres una casa.


4.
Te ves
y alumbras el espejo con tus ojos,
el espejo de tres generaciones,
donde aprendió a besar la abuela,
donde aprendió mi madre a depilar sus cejas,
donde peinas tu pelo
y resuelves aquella desnudez
que se me inflige.
Te vez
y son alas la seda
de tu vestido,
tus aretes de plástico son perlas
y cae como el agua tu collar.
Te vez
y una hermosura
que ni sospechas me hace amarte,
así no hayas venido antes a casa,
o te haya conocido hace muy poco,
o no sepa tu nombre, ni tu edad,
ni tus tristezas.
Te ves,
en el espejo
te adornan los fantasmas.


5.
Para cocinar ella daba la espalda a todo
y se rodeaba
de cierto misticismo,
susurraba canciones
que nunca oí en otra parte
y parecía suyo el llanto
de la cebolla.
Yo vivía el ritual
desde el umbral de la cocina
y ella no se enteraba
de mi presencia
fuera o no sigilosos.
Decía que los años no nos dejan sentir
los que viven detrás
pero que ella sabía que yo estaba en la casa
y que en cualquier momento bajaría
prendido a los olores de aquel guiso.
¡Cuánta razón tenía en ese tiempo!
Cuánta razón tenía, lo reafirmo,
porque después de haber cambiado los papeles
no siento su presencia en esta casa
donde la sé por todas partes...
Después de haber cambiado los papeles
y convertirme
en objeto del tiempo
y ella ser para siempre
recién nacida de la muerte,
recién nacida.


6.
Parece que hasta aquí vivimos a la fuerza,
me coronan tus ojos
y caes sobre mí como una lluvia,
vivimos hasta aquí a la enemiga,
se nos han acabado las palabras,
lo que hay que describir lo destruimos
para que sólo exista lo que es,
para que sólo sea lo innombrable.

Por eso ver pasar la sombra
haciendo malabares con tres recién nacidos
no parece la muerte ni sorprende,
como tampoco asustan los cuchillos
en espaldas viandantes ni en nuestro corazón,
y la rabia de todo lo viviente
es algo que se entierra vivo,
que se ahoga en el aire, que se agota
como incendio en el tiempo o aguacero,
por eso las montañas
alzan rincones
de las nubes y piedras
donde el dios del dolor tropieza...
Amamos
y estamos engañados
por nuestra lealtad y las creencias.

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